El aire
acondicionado se había estropeado y el calor en el edificio era sofocante.
Héctor acababa de comenzar su jornada nocturna como vigilante, en uno de los
rascacielos más altos y antiguos de la ciudad. Sus treinta y dos plantas eran
todas oficinas y las cámaras de televisión se encargaban de hacer la mayor parte
del trabajo. La lluvia arremetía con
violencia contra el asfalto recalentado de la calle dando un ligero respiro a
las altas temperaturas que marcaban los termómetros. Héctor se había
desabrochado los botones de la camisa de su uniforme. Se encontraba solo y
hasta las seis de la mañana que llegara la empresa de limpieza, podía estar
cómodo. Hizo una ronda de reconocimiento por el edificio a través de los
monitores y cuando comprobó que todo estaba tranquilo puso los pies encima de
la mesa, se recostó en su sillón y reanudó la lectura del último capítulo de la
novela que estaba leyendo. Pasados apenas unos minutos después de un trueno
ensordecedor el rascacielos se quedó a oscuras. Héctor no contaba con eso.
Probablemente habría saltado alguno de los automáticos o quizá el general pero
no le quedaba más remedio que ir a comprobarlo, así que cogió su linterna y se
encaminó hacia el sótano donde se encontraba el cuadro eléctrico. Al abrir la
portezuela se dio cuenta que el diferencial general estaba hacia abajo.
—Maldito edificio. —masculló entre dientes. Cuando no fallaba una cosa se
estropeaba otra. Asió el automático con las dos manos y lo impulsó hacia
arriba. En ese momento las manos se le quedaron pegadas y a continuación una
enorme descarga lo lanzó de espaldas varios metros. Cuando abrió los ojos se
dio cuenta de que se encontraba en la cama de un hospital. Había perdido las
dos extremidades hasta la altura de los codos a consecuencia de la brutal
descarga. Aun así, estaba de suerte. El cirujano tenía previsto el implante de
unos brazos procedentes de un cadáver, cuando Héctor estuviera un poco más
recuperado. Unas semanas después la operación se llevaba a cabo. Tras un año y
medio de rehabilitación, Héctor tenía una movilidad con sus nuevas extremidades
de más del sesenta por ciento, lo que aunque con ciertas dificultades, le
permitía poder hacer las cosas básicas como asearse o poder comer. Incluso
había vuelto a ocupar su antiguo puesto como vigilante en la empresa donde
trabajaba. A veces, cuando se miraba las manos, inmediatamente ponía en
práctica un ejercicio mental que le había enseñado el psicólogo, para que no se
traumatizara.
Ese
viernes decidió quedarse a ver una película antes de irse a dormir. Desde que
sufrió el accidente ya no hacía el turno de noche y el fin de semana no
trabajaba, así que no tenía que madrugar. Apagó la luz, se recostó en el sofá y
le dio al <<Play>> de su reproductor. No habían transcurrido
siquiera unos minutos de película y ya se había quedado dormido. La sensación
de que alguien tiraba de sus manos, le
hizo abrir los ojos. Entonces lo vio. Fue tan solo una fracción de segundo,
pero le había parecido ver a un hombre alto frente a él, sin brazos. El corazón
comenzó a latirle con tanta fuerza que parecía que se le iba a salir por la
boca. Estuvo intentando racionalizar las cosas. Vivía demasiado obsesionado
desde que le trasplantaron esos brazos y necesitaba no pensar tanto en ello.
Apagó el televisor y se acostó. Dormir le vendría bien y además lo necesitaba.
La luz de las farolas de la calle se filtraba a través de los visillos
permitiendo la visión, sin molestar para conciliar el sueño. La respiración de
Héctor comenzaba a ser pausada lo que indicaba que se estaba empezando a
dormir. La sábana comenzó a deslizarse hacia sus pies destapándolo. Abrió los
ojos de golpe y volvió a verlo de nuevo. Esta vez no era una alucinación. Allí
estaba el hombre sin brazos que había visto en el salón. Desde el rincón de la
habitación le miraba fijamente. El miedo tan aterrador que sentía lo tenía
clavado en la cama. La sangre golpeaba sus sienes tan violentamente que tenía
la sensación de que le iba a estallar la cabeza.
Tres
días después encontraron el cadáver de Héctor en su cama. El forense que
certificó su muerte puso en el informe que la causa había sido un infarto
fulminante y comentó con su ayudante que jamás en todos los años que llevaba
como profesional, había visto una cara de espanto tan aterradora. Al día
siguiente de la muerte de Héctor, los periódicos daban la noticia del fallecimiento
por atropello del jefe de cirugía de un renombrado hospital. Lamentaban la
muerte de uno de los mejores cirujanos destacando alguno de los trasplantes
imposibles que había realizado con éxito. La Familia agradece las muestras de
condolencia y ruega una oración por su alma. D.E.P.
Luis
Renedo De La Peña