Había elegido la
ciudad de Huelva para disfrutar las vacaciones veraniegas. Tenía por costumbre
visitar cada año un lugar diferente. Era una manera particular de conocer mi
país a la vez que hacía turismo. Ese día había visitado alguno de los sitios
más típicos de la ciudad. Después unos pescaditos fritos para comer, en una terraza con ventiladores
de esos que dispersan agua lo que se agradece con las altas temperaturas y, a
continuación una buena siesta. Por la tarde cuando el sol ya no era tan fuerte,
decidí recorrer las callejuelas cerca del hotel donde me alojaba. Mientras
caminaba las notas de una guitarra llegaron hasta mis oídos. La curiosidad y el
sentirme identificado con ese instrumento
que desde hacía años intentaba aprender a tocarlo sin haberlo conseguido,
hizo que me encaminara hacia el lugar de donde provenía la música. Sentado en
una de las sillas de la terraza de un bar, un hombre arrancaba las notas de su
guitarra de una manera magistral. Lo que llamó mi atención aparte de lo bien
que tocaba fue su aspecto. Aunque su
pelo estaba bien peinado, la barba de varios días y su vestimenta le daban el
aspecto de un vagabundo. Cuando estuve a
un par de metros de él, volví a quedarme asombrado. Sus huesudos dedos se
deslizaban por los tres bordones de la guitarra. Nunca creí que hubiera alguien
capaz de tocar flamenco con tres cuerdas. Tenía que saber algo más de ese
hombre, así que me pedí una cerveza y pregunté al camarero que amablemente me
resumió la trayectoria del guitarrista. Cuando llegue al hotel, después de
haber estado en aquel bar casi un par de
horas, busqué el nombre en internet que el camarero me había dado. El niño
Miguel.
Fui leyendo su
historia a la vez que escuchaba su música. Cuanto más leía más entendía su
trayectoria. Hijo de un gran guitarrista aprendió de su padre el arte de la
guitarra llegando a ser uno de los mejores dentro del , para luego desaparecer a
consecuencia de las drogas y la depresión. Al día siguiente me acerqué a una
tienda de música y compré dos juegos de cuerdas. Las mejores que pude
encontrar. Ya en el bar donde tocaba Miguel, pedí una cerveza y solicite al
camarero que le entregara los bordones,
pues yo no tenía confianza para hacerlo. —No se si querrá aceptarlos.
Aunque le veas así tiene mucho amor propio. —me dijo arrimando su cara a mi oído. —Confio que usted sabrá cómo hacerlo sin que se
ofenda. —contesté a la vez que dejaba en
el mostrador una buena propina. A continuación me quedé un rato más mientras
saboreaba un par de jarras frescas de cerveza. A última hora de la tarde volví
nuevamente y pude comprobar que la guitarra
de miguel tenía puestas las seis cuerdas de lo que me alegré
inmensamente. Fue un placer escuchar la música que era capaz de sacar de las
entrañas de ese instrumento. Desde ese día fui asiduamente, ya que era un
verdadero placer escuchar sus soleares, o fandangos o lo que se terciara, pues
todo en él era arte. Al finalizar mis vacaciones me hice con sus discos y
escuchaba su guitarra casi a diario. Un día las noticias hicieron una pequeña
reseña sobre la muerte de Miguel. Había muerto el maestro de la guitarra. Para
mí, sin lugar a dudas un genio. Un virtuoso de las seis cuerdas. Yo, solamente
puedo dedicarte este pequeño relato y decirte que seguiré escuchando tu vals
flamenco, que tan bien suena, interpretado con tus prodigiosas manos.
Luis Renedo de la Peña