La noche cerrada se extendía a lo largo del camposanto, o más
bien era dentro de él donde se percibía esa sensación de oscuridad
mucho más densa. No había hecho más que llegar y las pocas luces y resplandores
que le habían acompañado durante el camino, se habían disipado completamente
para formar a lo largo de su campo de visión un manto ennegrecido que
arrastraba el ánimo de Luis a lo más profundo de la tierra.
Si de camino a aquel santuario el
presagio de que algo en su vida iba a cambiar se le repetía una y otra vez,
cuando franqueó los viejos portones de piedra desgastada y se internó en el
cementerio, las malas vibraciones se tornaron en veraces pensamientos. Por
ello, el joven periodista aminoró la marcha y comenzó a observar, de forma
vigilante, todo lo que percibía a través de los sentidos. Se maldijo a sí mismo
sin comprender aún los motivos que le habían hecho aceptar aquella extraña cita
que dos días antes le había propuesto Abel.
Luis fue avanzando con cuidado,
echando la vista hacia atrás cada vez que en la oscuridad escuchaba cualquier
ruido extraño para él y que en el sepulcral silencio de la noche reverberaba
espantosamente dentro de sus oídos. Junto a aquellas voces desconocidas que
aumentaban alrededor de él, aparecieron los sonidos reales que sus pisadas
producían en cada paso que daba. La hojarasca seca que descansaba en el suelo
aumentaba los chasquidos según andaba sobre ella. Todo en su entorno estaba
envuelto en una niebla de terror; más que la cita con un viejo
amigo, parecía el largo descenso hacia el infierno para ser juzgado en el tribunal
de la muerte.
Luis meneó la cabeza
compulsivamente para desempolvar aquellos tensos pensamientos e hizo un último
esfuerzo para centrarse en lo que realmente le importaba, por qué había ido
allí.
Hacía unos
cinco años que no sabía nada de su amigo Abel. Se conocieron nada más acabar la
carrera de Ciencias de la
Información.
Odiaba profundamente aquella palabra, se consideraba un
verdadero periodista; mucho más que eso, como se diría en el argot profesional, un
auténtico ratón de campo. No le importaba hacer miles de kilómetros
detrás de la noticia; si no dormía ni comía, le era totalmente indiferente.
Todo eso era secundario, lo primordial era llegar a tiempo, el primero en darse
de bruces con el foco de la noticia. La primera fotografía, la primera entrevista,
eso era lo que realmente buscaba, lo demás simplemente lo desechaba de su mente
y cualquier necesidad física o anímica pasaba a un plano menos influyente.
Por eso esa imprevista
llamada telefónica de su compañero de final de proyecto le hizo dar un brinco
del antiguo sofá que aún mantenía en el piso de alquiler
en el que vivía modestamente, muy cerca del centro de Santiago.
Se había desplazado hasta allí
después de pasar unas vacaciones al acabar el instituto, en un pueblo de la
provincia de A Coruña, A Pobra do Caramiñal. Fue entonces cuando visitó
la majestuosa ciudad de Santiago de Compostela. Quedó tan enamorado del halo
místico que desprendían sus calles y construcciones, que decidió matricularse
en la Universidad
capitalina para comenzar allí la carrera de Periodismo. Cinco maravillosos años
en los que aprendió a amar aquellas tierras y a sus gentes.
Al cursar el ultimo año le
aceptaron para realizar las prácticas de fin de proyecto en La Voz de Galicia. El chico era bastante bueno, muy
disciplinado y persistente, en seguida encandiló a la redactora jefe, y cuando
finalizó la carrera le hicieron un contrato a tiempo completo. No era mucho
dinero, pero al fin y al cabo era trabajo, por tanto se dedicó en cuerpo y alma
a ser un verdadero profesional.
Luis dejó a un lado los
pensamientos nostálgicos y se fue acercando poco a poco, deshizo los fantasmas
que surcaban por su cabeza e hizo acopio del coraje del que siempre había hecho
gala. Iluminó decididamente el horizonte: lo primero que fotografiaron sus
pupilas fueron dos lápidas redondeadas con los bordes desgastados, con un
grabado en el mármol donde se leían los nombres de las personas cuyos restos
descansaban bajo sus losas. Se fijó con atención y prosiguió el camino hacia la
profundidad del cementerio.
El terreno del santo lugar era
inmenso. Se dividía en tres zonas: un extenso mortuorio donde las lápidas
corrían en filas y columnas, la zona administrativa y, por último y al final
del área, los nichos y el mausoleo, donde las clases altas enterraban a sus
familiares y a los que se podía acceder desde una escalera principal. Ésta perdía
los últimos escalones al inicio del pasillo que hacía de separación entre los pequeños
mausoleos.
Recorridos los casi mil metros que
separaban la entrada principal de la zona donde se ubicaban los nichos, sus
pasos se fueron ralentizando. El vaho que desprendía su boca cuando respiraba
se mezclaba con la niebla que definitivamente se había instalado en el interior
de la necrópolis. Al llegar al final del área peatonal y que
delimitaba las dos zonas, se quedó parado, con el cuerpo encogido para
resguardarse del frío e iluminando lo que había frente a él.
Apagó la linterna y aguardó en
silencio.
Breves segundos después, tres
fogonazos realizados con otra linterna le avisaron de la presencia de su amigo
a unos doscientos metros a su izquierda. Aunque era la señal convenida, no pudo
evitar que un intenso escalofrío recorriera todo su cuerpo.
—Quién me
manda hacerte caso —se quejó con amargura castañeteando los dientes.
Al instante
volvió a encender el aparato y retomó sus pasos en dirección a los haces
luminosos que unos segundos antes le habían alertado de la presencia de Abel.
Donde antes habían aparecido, tan
sólo quedaba el manto oscuro de una
noche invernal, junto al destello en el horizonte, de unas luces
estrelladas, producto del resplandor que había deslumbrado sus pupilas.
El camino lo anduvo muy despacio,
pero no solo sus pies lo hacían con una lentitud pasmosa, también los
pensamientos parecían haberse helado en el interior de la cabeza. Ni siquiera
podía ponerlos en orden, todos sus sentidos se centraban en los sonidos
externos que le acompañaban en aquella noche.
Llegó al punto fijado, en el ala Este
del cementerio de Boisaca, en la confluencia del pasillo A con el B. Allí donde
comenzaban a aparecer los nichos y pequeños mausoleos de la gente más pudiente
de la sociedad compostelana. Años atrás el cementerio saltó a la palestra por
un acontecimiento que conmovió a los habitantes de la ciudad gallega. La
parcela 7.621, donde se encuentra la tumba del cadáver sin nombre, la de un varón
que fue arrollado por un convoy en las vías del tren. Durante décadas se
especuló sobre el origen de aquel hombre de mediana edad, nadie supo con
seguridad lo que hacía allí. El extraño atuendo que llevaba, sus enseres
personales, todo lo que le rodeaba se cubrió de un misterio que fomentó las más
diversas teorías acerca de su procedencia.
¿Un viajero del tiempo? ¿Un
extraterrestre? Fueron preguntas que varios equipos de investigación de todo el
país expusieron en los medios de comunicación. Años después el misterio se
deshizo como un castillo de naipes: hacía poco tiempo y, tras unos análisis
genéticos, se descubrió la identidad de esta persona. Se le puso nombre y
apellidos y sus familiares pudieron por fin descubrir su paradero, pues veinte
años atrás había desaparecido en extrañas circunstancias.
Rememorando aquella historia de la
tumba sin nombre y de la que Luis también había sido partícipe,
redactando varias columnas en La
Voz de Galicia, pudo desconectarse de su entorno
unos minutos. Aquel relato le marcó; de hecho, fue su primer escrito en el
periódico, donde recogió la alternativa para pasar a ser un periodista de
investigación en toda su extensión.
Una mueca de nostalgia recorrió su
semblante, a continuación la comisura de sus labios mudaron a una expresión
tensa.
El viento, que había aumentado hacía unas
horas, atizó la nuca de Luis, subió los hombros un poco más y
se tapó con la solapa del grueso chaquetón que llevaba.
Un siseo le sacó del estado de
congelación en el que había entrado, creía haberlo identificado aunque no
estaba seguro de si el rugido del aire le estaba jugando una grotesca broma.
Miró hacia donde creyó escuchar el sonido y la oscuridad reinante dominó su
visión.
—¡Luis, estoy aquí!
Las palabras fueron claras, silenciosas
pero aterradoramente inconfundibles.
Volvió a fijar la vista en el
horizonte intentando distinguir la figura de su amigo.
—¿Es que no me ves, hombre?
De donde se mezclaba el fin del
mundo con la negra espesura, surgió de sus entrañas el rostro orondo de un
hombre bajito que con nerviosos aspavientos de las manos le indicaba alterado
que se acercara deprisa.
—¿Eres tú, Abel?
—No, soy un anuncio, Luis. ¿Eres
idiota o qué?
Abel Siyero, fotógrafo adjunto de
TV Cable 60, cadena de televisión local. Que compaginaba el trabajo en la
cadena con un negocio de revelado y venta de productos audiovisuales en un
minúsculo local del centro de Santiago. Un negocio que no le daba ni para pagar
el alquiler. Lo abrió dos años antes con la ilusión de tener algo donde poder
cimentar su futuro, los trabajos de fotografía en la cadena eran esporádicos y,
más que unos ingresos estables, lo que le reportaban eran unos escuetos pluses
que en numerosas ocasiones le abonaban con
varios meses de retraso.
A pesar de sus esfuerzos por
hacerse un hueco en el difícil mundo de la fotografía periodística, no había
conseguido más que aquel puesto de tercera en el que ni siquiera era mirado con
buenos ojos. Por ello se decidió a abrir aquel pequeño negocio particular; dos
años después las deudas se le acumulaban y tarde o temprano aquella ilusión se
convertiría en un estrepitoso fracaso.
Luis llevaba
mucho tiempo sin tener noticias de él, había perdido el contacto años antes.
Algunas veces pensaba que debería de llamarle algún día, pero pasaban uno
detrás de otro y sus intenciones caían en el olvido. Una semana antes había
recibido aquella extraña llamada de Abel, citándole aquella noche en ese
misterioso lugar. Al principio pensó que había perdido definitivamente la
cabeza, pero, meditándolo con serenidad, decidió que ya era hora de volver a verle; sin
contar, además, la preocupación que le había producido escuchar la voz
temblorosa de su antiguo compañero. Le entró el gusanillo y sintió la necesidad
de averiguar en qué estaba metido; si lo que necesitaba era ayuda, sin duda
alguna él se la prestaría.
Luis se
acercó hacia él, que le esperaba inmóvil a unos metros de distancia.
—Buenas noches, Abel, cuánto
tiempo.
—No es momento de formalismos;
vamos, debemos de entrar antes de que amanezca.
—¿Entrar dónde?
—Allí —se giró con brusquedad para
señalar una escalinata que precedía a la entrada de un mausoleo.
—Espera un momento —espetó con
calma—, ¿me estás pidiendo que profanemos un lugar sagrado y que te siga sin
rechistar? ¿Así, sin más? Creo que antes me debes una explicación.
—No hay tiempo para eso, después
te lo explicaré.
—Sí lo hay, Abel, y yo no voy a mover
un solo músculo hasta que no me digas algo convincente.
—Escúchame, Luis —se
acercó a él decididamente y cogiéndole los
hombros con las dos
manos, le dijo directamente a los ojos—: Confía en mí, aunque tan sólo sea por
la fuerte amistad que forjamos en la facultad.
Luis sintió
el roce de sus dedos y cómo se le clavaban en los hombros; eso, unido a
su mirada con el rostro desencajado y unos ojos que denotaban la tremenda
fatiga que albergaba, fue algo a lo que Luís no pudo resistirse y al cabo de unos segundos se dio por
vencido.
—Está bien, amigo —le dijo
conmovido por el sufrimiento que reflejaba su expresión.
—Entonces, adelante, queda poco
tiempo.
El mausoleo era una cripta
subterránea donde se había construido un camino tallado con escaleras en la
roca y cuyo acceso se convertía en un camino agobiante, que, aunque corto, se
intentaba salvar con rapidez.
Bajaron por la estrecha escalinata
uno detrás del otro, iluminándose con las linternas. Luis se mantenía a la espalda de su
amigo, conmovido y expectante por el estado en que se encontraba Abel. Cuando
sortearon el último escalón, el fotógrafo le indicó que le siguiera por un
pequeño pasillo; nada más doblarlo, entraron en una cámara redonda en la que se
observaba una decena de nichos empotrados en la pared, con el relieve
desgastado y enmohecidos.
—Ven, acércate —dijo suavemente.
En la cripta, la humedad era
elevada, y la ausencia de oxígeno, palpable. Luis siguió sin rechistar las órdenes
de su amigo y se colocó frente a él, rodeando ambos una mesa triangular donde
yacían extendidos una montonera de planos y lo que parecían ser varios
pergaminos cuarteados.
Abel se reclinó sobre la mesa y
comenzó a buscar apresuradamente entre los papeles que había por encima, cogió
algo debajo de una pila de ellos y los alineó delante de Luis.
—A esto me refiero.
Eran dos fotografías. Luis las
identificó inmediatamente: retrataban una parte de la fachada de la Catedral.
—¿Sí? Miró de soslayo a su amigo.
—Evidente, ¿verdad? —dijo Abel.
Luis le
miraba desconfiado, sabía que algo se le escapaba y que su colega le estaba
poniendo a prueba. Mientras, Abel le observaba desilusionado.
—No lo ves —afirmó apuntando hacia
él.
—Lo único que veo son dos
fotografías turísticas y un montón de papelajos sin sentido.
Abel no prestó atención a sus
palabras y acercó con precisión la linterna, iluminando los dos retratos.
—Hagámoslo —apuntó molesto—como se
hace con los niños. ¿Qué diferencias existen entre una y otra? Aparentemente
son iguales, pero te aseguro que las hay.
Las fotografías eran dos retratos idénticos
de una de las partes de la fachada trasera de la Catedral. A simple
vista parecían iguales, pero después de unos minutos observándolas se decidió a
hablar.
—Quizás la luz del enfoque varíe
de una a otra.
—Están tomadas desde el mismo
lugar, a la misma hora y con el mismo ángulo, tan sólo difieren en que están
realizadas en días distintos.
—Seguramente en la primera las
nubes oscurecían la cámara más que al día siguiente, y esa es la diferencia de
luz que aprecias.
Abel dejó que su amigo se dedicara
detenidamente a observarlas.
Y eso fue
lo que hizo Luis. Comenzó
a enfocar con la linterna alrededor de las fotos: haciendo redondeles y formas
variadas con el reflejo, recogía una, la acercaba; después alejaba la otra, y
así sucesivamente durante un buen rato, en silencio y completamente concentrado
en cada detalle. Pasado el tiempo apagó la luz y miró al fotógrafo.
—Cuesta darse cuenta, pero estoy
seguro de que una es una burda imitación o quizás las dos, quién sabe.
Abel le retaba en silencio.
—No tengo dudas, colega, lo que sí me las
crean son los motivos por los que me has traído aquí. Si tan sólo me querías
enseñar unas fotografías lo podías haber hecho en el calor de un buen
restaurante.
—¿Y si te dijera que no son
ninguna copia, qué las dos son originales
realizadas con la misma cámara?
—Que no te creería, la garra de la
derecha no apoya en el filo y en la siguiente los dedos sobresalen de la
piedra. Es evidente, amigo.
Abel frunció el ceño,
adoptando un rostro serio.
—Al principio creí que era un
fallo de la cámara o incluso del revelado, después me dediqué a realizar
durante semanas miles de fotografías, en el mismo lugar y a la misma hora, y…
—¿Y la conclusión cuál es? —A Luis le
comenzaba a incomodar la situación.
—La conclusión, impertinente
amigo, es que esa figura ha sido movida varias veces durante los últimos seis
meses, y sí, tengo una teoría que aunque parece una locura, es tan real como lo
somos tú y yo.
—Soy todo oídos.
Abel continuó hablando, pero esta
vez atropelladamente y tartamudeando en ocasiones.
—Yo tampoco lo creí al principio
hasta que mis propios ojos no fueron testigos del mayor descubrimiento que la
humanidad haya conocido. Estamos ante un acontecimiento de una magnitud que
hará saltar por los aires los cimientos de las religiones. La humanidad está a
punto de conocer lo más asombroso jamás descubierto, algo que dejará a la
altura del betún a la
Ufología, Parapsicología y demás ciencias esotéricas. Y sí,
compañero, te he traído hasta aquí para que tú también seas testigo de este
extraordinario hallazgo.
—Este es su centro de operaciones
y esta ciudad su base —esta última declaración terminó de agotar la
paciencia de Luis, que hasta ese momento se había mantenido al margen
totalmente desbordado por lo que estaba escuchando.
—Creo que ya he escuchado
bastante. Mira, Abel, pensé que sería buena idea que nos viéramos, tomar unas
cervezas y contarnos cómo nos va la vida. El lugar es un tanto
extraño, pero, que diablos, merecía la pena volvernos a ver.
Luis tragó saliva de
nuevo.
—Después de oír esta sarta de
estupideces, lo único que se me ocurre decir es que necesitas ayuda, y cuanto
antes la pidas, mejor para ti.
—¡Escúchame, Luis!
—No, escúchame tú a mí —el grito
ahogó las quejas de su amigo—, durante todo este tiempo…
No pudo continuar: un chillido
mitad humano mitad animal hizo que se dieran la vuelta bruscamente con la piel
de gallina y mirando fijamente al pasillo que daba acceso al mausoleo.
—¿Has oído eso? —dijo Abel con la
voz temblorosa.
—¿Qué diablos está pasando aquí?
¿No será parte del juego macabro qué has ideado?
—Yo no he inventado nada, Luis,
fue el hombre quien lo hizo hace milenios y ahora es víctima de sus creaciones.
Los pasos eran como pisadas
arrastrándose por encima de la piedra del suelo y producían un ruido
ensordecedor, inaguantable para el oído humano. El hedor nauseabundo que había
comenzado a brotar se les introducía hasta sus gargantas en un pestilente baile
hacia sus intestinos. Taponándose boca, nariz y orejas con las manos, se
acurrucaron detrás de la mesa, sin apartar la mirada del hueco de la puerta de la
entrada. Todos los sentidos se dirigían a él y de ese agujero negro surgía,
como un macabro ser de ultratumba, la causa de todos sus terrores.
Siguió avanzando, poco a poco se
fue acercando, rasgando impetuosamente el silencio. Los dos hombres podían distinguir
la respiración profunda transportada de otro mundo. Lo que se les acercaba
rugía de ira, un grito inhumano, un chillido aterrador.
Se apretaron con más fuerza los oídos
y entornaron los ojos, dejando tan sólo una fina visión que se filtraba
entre las pestañas.
—A eso me refería.
A continuación la oscuridad y la
calma volvieron a reinar en la estancia.........
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