TRILCE ISLA LITERARIA

TRILCE ISLA LITERARIA

miércoles, 6 de noviembre de 2013

EL LEGADO DE DIOS. CAPÍTULO 1



La noche cerrada se  extendía a lo largo del camposanto, o más bien era dentro de él donde se percibía esa sensación de oscuridad mucho más densa. No había hecho más que llegar y las pocas luces y resplandores que le habían acompañado durante el camino, se habían disipado completamente para formar a lo largo de su campo de visión un manto ennegrecido que arrastraba el ánimo de Luis a lo más profundo de la tierra.
Si de camino a aquel santuario el presagio de que algo en su vida iba a cambiar se le repetía una y otra vez, cuando franqueó los viejos portones de piedra desgastada y se internó en el cementerio, las malas vibraciones se tornaron en veraces pensamientos. Por ello, el joven periodista aminoró la marcha y comenzó a observar, de forma vigilante, todo lo que percibía a través de los sentidos. Se maldijo a sí mismo sin comprender aún los motivos que le habían hecho aceptar aquella extraña cita que dos días antes le había propuesto Abel.
Luis fue avanzando con cuidado, echando la vista hacia atrás cada vez que en la oscuridad escuchaba cualquier ruido extraño para él y que en el sepulcral silencio de la noche reverberaba espantosamente dentro de sus oídos. Junto a aquellas voces desconocidas que aumentaban alrededor de él, aparecieron los sonidos reales que sus pisadas producían en cada paso que daba. La hojarasca seca que descansaba en el suelo aumentaba los chasquidos según andaba sobre ella. Todo en su entorno estaba envuelto en una niebla de terror; más que la cita con un viejo amigo, parecía el largo descenso hacia el infierno para ser juzgado en el tribunal de la muerte.
Luis meneó la cabeza compulsivamente para desempolvar aquellos tensos pensamientos e hizo un último esfuerzo para centrarse en lo que realmente le importaba, por qué había ido allí.
Hacía unos cinco años que no sabía nada de su amigo Abel. Se conocieron nada más acabar la carrera de Ciencias de la Información. Odiaba profundamente aquella palabra, se consideraba un verdadero periodista; mucho más que eso, como se diría en el argot profesional, un auténtico ratón de campo. No le importaba hacer miles de kilómetros detrás de la noticia; si no dormía ni comía, le era totalmente indiferente. Todo eso era secundario, lo primordial era llegar a tiempo, el primero en darse de bruces con el foco de la noticia. La primera fotografía, la primera entrevista, eso era lo que realmente buscaba, lo demás simplemente lo desechaba de su mente y cualquier necesidad física o anímica pasaba a un plano menos influyente.
Por eso esa imprevista llamada telefónica de su compañero de final de proyecto le hizo dar un brinco del antiguo sofá que aún mantenía en el piso de alquiler en el que vivía modestamente, muy cerca del centro de Santiago.
Se había desplazado hasta allí después de pasar unas vacaciones al acabar el instituto, en un pueblo de la provincia de A Coruña, A Pobra do Caramiñal. Fue entonces cuando visitó la majestuosa ciudad de Santiago de Compostela. Quedó tan enamorado del halo místico que desprendían sus calles y construcciones, que decidió matricularse en la Universidad capitalina para comenzar al la carrera de Periodismo. Cinco maravillosos años en los que aprendió a amar aquellas tierras y a sus gentes.
Al cursar el ultimo año le aceptaron para realizar las prácticas de fin de proyecto en La Voz de Galicia. El chico era bastante bueno, muy disciplinado y persistente, en seguida encandiló a la redactora jefe, y cuando finalizó la carrera le hicieron un contrato a tiempo completo. No era mucho dinero, pero al fin y al cabo era trabajo, por tanto se dedicó en cuerpo y alma a ser un verdadero profesional.
Luis dejó a un lado los pensamientos nostálgicos y se fue acercando poco a poco, deshizo los fantasmas que surcaban por su cabeza e hizo acopio del coraje del que siempre había hecho gala. Iluminó decididamente el horizonte: lo primero que fotografiaron sus pupilas fueron dos lápidas redondeadas con los bordes desgastados, con un grabado en el mármol donde se leían los nombres de las personas cuyos restos descansaban bajo sus losas. Se fijó con atención y prosiguió el camino hacia la profundidad del cementerio.
El terreno del santo lugar era inmenso. Se dividía en tres zonas: un extenso mortuorio donde las lápidas corrían en filas y columnas, la zona administrativa y, por último y al final del área, los nichos y el mausoleo, donde las clases altas enterraban a sus familiares y a los que se podía acceder desde una escalera principal. Ésta perdía los últimos escalones al inicio del pasillo que hacía de separación entre los pequeños mausoleos.
Recorridos los casi mil metros que separaban la entrada principal de la zona donde se ubicaban los nichos, sus pasos se fueron ralentizando. El vaho que desprendía su boca cuando respiraba se mezclaba con la niebla que definitivamente se había instalado en el interior de la necrópolis. Al llegar al final del área peatonal y que delimitaba las dos zonas, se quedó parado, con el cuerpo encogido para resguardarse del frío e iluminando lo que había frente a él.
Apagó la linterna y aguardó en silencio.
Breves segundos después, tres fogonazos realizados con otra linterna le avisaron de la presencia de su amigo a unos doscientos metros a su izquierda. Aunque era la señal convenida, no pudo evitar que un intenso escalofrío recorriera todo su cuerpo.
—Quién me manda hacerte caso —se quejó con amargura castañeteando los dientes.
Al instante volvió a encender el aparato y retomó sus pasos en dirección a los haces luminosos que unos segundos antes le habían alertado de la presencia de Abel.
Donde antes habían aparecido, tan sólo quedaba el manto oscuro de una  noche invernal, junto al destello en el horizonte, de unas luces estrelladas, producto del resplandor que había deslumbrado sus pupilas.
El camino lo anduvo muy despacio, pero no solo sus pies lo hacían con una lentitud pasmosa, también los pensamientos parecían haberse helado en el interior de la cabeza. Ni siquiera podía ponerlos en orden, todos sus sentidos se centraban en los sonidos externos que le acompañaban en aquella noche.
Llegó al punto fijado, en el ala Este del cementerio de Boisaca, en la confluencia del pasillo A con el B. Allí donde comenzaban a aparecer los nichos y pequeños mausoleos de la gente más pudiente de la sociedad compostelana. Años atrás el cementerio saltó a la palestra por un acontecimiento que conmovió a los habitantes de la ciudad gallega. La parcela 7.621, donde se encuentra la tumba del cadáver sin nombre,  la de un varón que fue arrollado por un convoy en las vías del tren. Durante décadas se especuló sobre el origen de aquel hombre de mediana edad, nadie supo con seguridad lo que hacía allí. El extraño atuendo que llevaba, sus enseres personales, todo lo que le rodeaba se cubrió de un misterio que fomentó las más diversas teorías acerca de su procedencia.
¿Un viajero del tiempo? ¿Un extraterrestre? Fueron preguntas que varios equipos de investigación de todo el país expusieron en los medios de comunicación. Años después el misterio se deshizo como un castillo de naipes: hacía poco tiempo y, tras unos análisis genéticos, se descubrió la identidad de esta persona. Se le puso nombre y apellidos y sus familiares pudieron por fin descubrir su paradero, pues veinte años atrás había desaparecido en extrañas circunstancias.
Rememorando aquella historia de la tumba sin nombre y de la que Luis también había sido partícipe, redactando varias columnas en La Voz de Galicia, pudo desconectarse de su entorno unos minutos. Aquel relato le marcó; de hecho, fue su primer escrito en el periódico, donde recogió la alternativa para pasar a ser un periodista de investigación en toda su extensión.
Una mueca de nostalgia recorrió su semblante, a continuación la comisura de sus labios mudaron a una expresión tensa.
El viento, que había aumentado hacía unas horas, atizó la nuca de Luis, subió los hombros un poco más y se tapó con la solapa del grueso chaquetón que llevaba.
Un siseo le sacó del estado de congelación en el que había entrado, creía haberlo identificado aunque no estaba seguro de si el rugido del aire le estaba jugando una grotesca broma. Miró hacia donde creyó escuchar el sonido y la oscuridad reinante dominó su visión.
 —¡Luis, estoy aquí!
Las palabras fueron claras, silenciosas pero aterradoramente inconfundibles.
Volvió a fijar la vista en el horizonte intentando distinguir la figura de su amigo.
—¿Es que no me ves, hombre?
De donde se mezclaba el fin del mundo con la negra espesura, surgió de sus entrañas el rostro orondo de un hombre bajito que con nerviosos aspavientos de las manos le indicaba alterado que se acercara deprisa.
—¿Eres tú, Abel?
—No, soy un anuncio, Luis. ¿Eres idiota o qué?
Abel Siyero, fotógrafo adjunto de TV Cable 60, cadena de televisión local. Que compaginaba el trabajo en la cadena con un negocio de revelado y venta de productos audiovisuales en un minúsculo local del centro de Santiago. Un negocio que no le daba ni para pagar el alquiler. Lo abrió dos años antes con la ilusión de tener algo donde poder cimentar su futuro, los trabajos de fotografía en la cadena eran esporádicos y, más que unos ingresos estables, lo que le reportaban eran unos escuetos pluses que en numerosas ocasiones le abonaban con varios meses de retraso.
A pesar de sus esfuerzos por hacerse un hueco en el difícil mundo de la fotografía periodística, no había conseguido más que aquel puesto de tercera en el que ni siquiera era mirado con buenos ojos. Por ello se decidió a abrir aquel pequeño negocio particular; dos años después las deudas se le acumulaban y tarde o temprano aquella ilusión se convertiría en un estrepitoso fracaso.
Luis llevaba mucho tiempo sin tener noticias de él, había perdido el contacto años antes. Algunas veces pensaba que debería de llamarle algún día, pero pasaban uno detrás de otro y sus intenciones caían en el olvido. Una semana antes había recibido aquella extraña llamada de Abel, citándole aquella noche en ese misterioso lugar. Al principio pensó que había perdido definitivamente la cabeza, pero, meditándolo con serenidad, decidió que ya era hora de volver a verle; sin contar, además, la preocupación que le había producido escuchar la voz temblorosa de su antiguo compañero. Le entró el gusanillo y sintió la necesidad de averiguar en qué estaba metido; si lo que necesitaba era ayuda, sin duda alguna él se la prestaría.
Luis se acercó hacia él, que le esperaba inmóvil a unos metros de distancia.
—Buenas noches, Abel, cuánto tiempo.
—No es momento de formalismos; vamos, debemos de entrar antes de que amanezca.
—¿Entrar dónde?
—Allí —se giró con brusquedad para señalar una escalinata que precedía a la entrada de un mausoleo.
—Espera un momento —espetó con calma—, ¿me estás pidiendo que profanemos un lugar sagrado y que te siga sin rechistar? ¿Así, sin más? Creo que antes me debes una explicación.
—No hay tiempo para eso, después te lo explicaré.
—Sí lo hay, Abel, y yo no voy a mover un solo músculo hasta que no me digas algo convincente.
—Escúchame, Luis —se acercó a él decididamente y cogiéndole los hombros con las dos manos, le dijo directamente a los ojos—: Confía en mí, aunque tan sólo sea por la fuerte amistad que forjamos en la facultad.
Luis sintió el roce de sus dedos y cómo se le clavaban en los hombros; eso, unido a su mirada con el rostro desencajado y unos ojos que denotaban la tremenda fatiga que albergaba, fue algo a lo que Luís no pudo resistirse  y al cabo de unos segundos se dio por vencido.
—Está bien, amigo —le dijo conmovido por el sufrimiento que reflejaba su expresión.
—Entonces, adelante, queda poco tiempo.
El mausoleo era una cripta subterránea donde se había construido un camino tallado con escaleras en la roca y cuyo acceso se convertía en un camino agobiante, que, aunque corto, se intentaba salvar con rapidez.
Bajaron por la estrecha escalinata uno detrás del otro, iluminándose con las linternas. Luis se mantenía a la espalda de su amigo, conmovido y expectante por el estado en que se encontraba Abel. Cuando sortearon el último escalón, el fotógrafo le indicó que le siguiera por un pequeño pasillo; nada más doblarlo, entraron en una cámara redonda en la que se observaba una decena de nichos empotrados en la pared, con el relieve desgastado y enmohecidos.
—Ven, acércate —dijo suavemente.
En la cripta, la humedad era elevada, y la ausencia de oxígeno, palpable. Luis siguió sin rechistar las órdenes de su amigo y se colocó frente a él, rodeando ambos una mesa triangular donde yacían extendidos una montonera de planos y lo que parecían ser varios pergaminos cuarteados.
Abel se reclinó sobre la mesa y comenzó a buscar apresuradamente entre los papeles que había por encima, cogió algo debajo de una pila de ellos y los alineó delante de Luis.
—A esto me refiero.
Eran dos fotografías. Luis las identificó inmediatamente: retrataban una parte de la fachada de la Catedral.
—¿Sí? Miró de soslayo a su amigo.
—Evidente, ¿verdad? —dijo Abel.
Luis le miraba desconfiado, sabía que algo se le escapaba y que su colega le estaba poniendo a prueba. Mientras, Abel le observaba desilusionado.
—No lo ves —afirmó apuntando hacia él.
—Lo único que veo son dos fotografías turísticas y un montón de papelajos sin sentido.
Abel no prestó atención a sus palabras y acercó con precisión la linterna, iluminando los dos retratos.
—Hagámoslo —apuntó molesto—como se hace con los niños. ¿Qué diferencias existen entre una y otra? Aparentemente son iguales, pero te aseguro que las hay.
Las fotografías eran dos retratos idénticos de una de las partes de la fachada trasera de la Catedral. A simple vista parecían iguales, pero después de unos minutos observándolas se decidió a hablar.
—Quizás la luz del enfoque varíe de una a otra.
—Están tomadas desde el mismo lugar, a la misma hora y con el mismo ángulo, tan sólo difieren en que están realizadas en días distintos.                                    
—Seguramente en la primera las nubes oscurecían la cámara más que al día siguiente, y esa es la diferencia de luz que aprecias.
Abel dejó que su amigo se dedicara detenidamente a observarlas.
Y eso fue lo que hizo Luis. Comenzó a enfocar con la linterna alrededor de las fotos: haciendo redondeles y formas variadas con el reflejo, recogía una, la acercaba; después alejaba la otra, y así sucesivamente durante un buen rato, en silencio y completamente concentrado en cada detalle. Pasado el tiempo apagó la luz y miró al fotógrafo.
—Cuesta darse cuenta, pero estoy seguro de que una es una burda imitación o quizás las dos, quién sabe.
Abel le retaba en silencio.
—No tengo dudas, colega, lo que sí me las crean son los motivos por los que me has traído aquí. Si tan sólo me querías enseñar unas fotografías lo podías haber hecho en el calor de un buen restaurante.
—¿Y si te dijera que no son ninguna copia, qué  las dos son originales realizadas con la misma cámara?
—Que no te creería, la garra de la derecha no apoya en el filo y en la siguiente los dedos sobresalen de la piedra. Es evidente, amigo.
Abel frunció el ceño, adoptando un rostro serio.
—Al principio creí que era un fallo de la cámara o incluso del revelado, después me dediqué a realizar durante semanas miles de fotografías, en el mismo lugar y a la misma hora, y…
—¿Y la conclusión cuál es? —A Luis le comenzaba a incomodar la situación.
—La conclusión, impertinente amigo, es que esa figura ha sido movida varias veces durante los últimos seis meses, y sí, tengo una teoría que aunque parece una locura, es tan real como lo somos tú y yo.
—Soy todo oídos.
Abel continuó hablando, pero esta vez atropelladamente y tartamudeando en ocasiones.
—Yo tampoco lo creí al principio hasta que mis propios ojos no fueron testigos del mayor descubrimiento que la humanidad haya conocido. Estamos ante un acontecimiento de una magnitud que hará saltar por los aires los cimientos de las religiones. La humanidad está a punto de conocer lo más asombroso jamás descubierto, algo que dejará a la altura del betún a la Ufología, Parapsicología y demás ciencias esotéricas. Y sí, compañero, te he traído hasta aquí para que tú también seas testigo de este extraordinario hallazgo.
—Este es su centro de operaciones y esta ciudad su base —esta última declaración terminó de agotar la paciencia de Luis, que hasta ese momento se había mantenido al margen totalmente desbordado por lo que estaba escuchando.
—Creo que ya he escuchado bastante. Mira, Abel, pensé que sería buena idea que nos viéramos, tomar unas cervezas y contarnos cómo nos va la vida. El lugar es un tanto extraño, pero, que diablos, merecía la pena volvernos a ver.
Luis tragó saliva de nuevo.
—Después de oír esta sarta de estupideces, lo único que se me ocurre decir es que necesitas ayuda, y cuanto antes la pidas, mejor para ti.
—¡Escúchame, Luis!
—No, escúchame tú a mí —el grito ahogó las quejas de su amigo—, durante todo este tiempo…
No pudo continuar: un chillido mitad humano mitad animal hizo que se dieran la vuelta bruscamente con la piel de gallina y mirando fijamente al pasillo que daba acceso al mausoleo.
—¿Has oído eso? —dijo Abel con la voz temblorosa.
—¿Qué diablos está pasando aquí? ¿No será parte del juego macabro qué has ideado?
—Yo no he inventado nada, Luis, fue el hombre quien lo hizo hace milenios y ahora es víctima de sus creaciones.
Los pasos eran como pisadas arrastrándose por encima de la piedra del suelo y producían un ruido ensordecedor, inaguantable para el oído humano. El hedor nauseabundo que había comenzado a brotar se les introducía hasta sus gargantas en un pestilente baile hacia sus intestinos. Taponándose boca, nariz y orejas con las manos, se acurrucaron detrás de la mesa, sin apartar la mirada del hueco de la puerta de la entrada. Todos los sentidos se dirigían a él y de ese agujero negro surgía, como un macabro ser de ultratumba, la causa de todos sus terrores.
Siguió avanzando, poco a poco se fue acercando, rasgando impetuosamente el silencio. Los dos hombres podían distinguir la respiración profunda transportada de otro mundo. Lo que se les acercaba rugía de ira, un grito inhumano, un chillido aterrador.
Se apretaron con más fuerza los oídos y entornaron los ojos, dejando tan sólo una fina visión que se filtraba entre las pestañas.
—A eso me refería.
A continuación la oscuridad y la calma volvieron a reinar en la estancia.........

No hay comentarios:

Publicar un comentario